miércoles, 6 de agosto de 2008

Cuentos desde Granada



A Mercedes

Ahora ya nadie lee cuentos. Ni niños, ni adultos, ni maestros, ni catedráticos, ni pijos, ni punkis… Eso sí, contarlos, los contamos todos. ¿Será porque es más fácil inventarlos que leerlos? Creo que no, los cuentos son más que mentiras bien hiladas: los cuentos nos evaden a otros mundos, nos transportan a otros momentos, aprendemos de ellos y nos llenan el espíritu.
Los cuentos nacieron en sus bocas, vaciaron su contenido en sus orejas, se enriquecieron con el pasar de los años, con la imaginación de todas las palabras del mundo y con el saber de los pueblos, de las generaciones olvidadas.
Algunos se perdieron, pero otros llegaron a este tiempo, y son esos, los cuentos que hoy viven, los que han dado ser a toda la Literatura actual, a los miles de títulos que encierra el mundo editorial (si le interesa saber mucho más de estas cuestiones más profundamente, le recomiendo a Vladimir Propp, y éste, a su vez, le remitirá a los Cuentos Populares Rusos –A. N. Afanasiev-). Por todo esto defiendo el cuento como arma de conocimiento, como punto de partida para conocer nuestra “cultura popular”, para introducirnos lentamente en la “alta cultura”, como si de autores románticos se tratase. También abogo por el cuento como utensilio pedagógico de primera magnitud que, alejado del paternalismo, enseñe el saber acumulado en las letras, en las palabras durante cientos de años.

Y hablando de cuentos, y escribiendo estas palabras desde las proximidades a la calle Elvira de la ciudad de Granada, una recomendación de lectura veraniega, Cuentos de la Alhambra de Washintong Irving…, y déjese seducir por el viento que sopla desde el Veleta, acérquese al Albaycín, recorra el empedrado de su trazado laberíntico, asómese al Darro y encuentre a esa chica, la rubia, la que tiene los ojos tan bonitos como las ventanas de la Alhambra.

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