lunes, 17 de noviembre de 2014

Clásicos ilustrados, ¿acierto o error?


Desde un tiempo a esta parte se ha puesto muy de moda entre las editoriales (no sólo en las del ramo, sino en otras muchas que trabajan la literatura de manera general) el reeditar los clásicos con una visión renovada, no sólo refiriéndose a la traducción, la tipografía y el formato, sino también a la imagen, una que, además del mundo de la ropa, la decoración o los perfumes, también está revolucionando el de los libros.  
La primera vez que pensé acerca de las consideraciones que recojo hoy aquí fue con el Robinson Crusoe que ilustró Ajubel (cuyo trabajo me encanta, he de apuntar) allá por el año 2009 y que fue editado por Media Vaca. Aunque largamente premiado y muchas veces reseñado por críticos y blogueros, esta versión de una de mis novelas de infancia me supo amarga. 
Yo recordaba la historia de Defoe como una mirada llena de grandes descubrimientos y pequeños detalles, pero cuando abrí este libro, algo en mi interior pareció desvanecerse. Nada tenía que ver con mis recuerdos, con las palabras leídas, las imágenes que había construido mi mente eran otras menos coloristas y más realistas, eran diametralmente opuestas. Fue entonces cuando, tras haber loado las bonanzas de la ilustración como inmejorable compañera de viaje de un texto, me dio por pensar que no siempre debía ser así.


Por lo general, una novela (más todavía si es clásica), es arte, literatura, tiene identidad propia. De esta forma la magia de la palabra, penetra en el intelecto para crear una comunión verbal y no verbal en la que intervienen la imaginación y un sinfín de regiones cerebrales más. Cada una de sus lecturas origina un discurso único e intransferible, es decir, cada lector la lee de una forma propia que, la mayor parte de las veces, no se puede extrapolar a otro lector. Entonces, ¿por qué, además de escritor, palabra y lector, hemos de añadir al ilustrador en esta relación?
Si bien es cierto que a las ilustraciones de este tipo de novela se les otorga un valor extrínseco (potencia la venta del producto, lo hace más atractivo y da visibilidad al trabajo de geniales artistas), no hay duda que también lo tienen intrínseco pues ofrecen una nueva perspectiva, enriquecen la mirada y poseen su propio discurso (son otra forma de arte, ¿recuerdan?). Es decir, con un solo producto ofrecemos dos entidades discursivas, dos artefactos culturales que invitan a pensar. Entonces añado otro par de preguntas: ¿Debe existir un vínculo entre texto e ilustraciones en el caso de una novela ilustrada? ¿Se deben leer de manera conjunta?


Para otra consideración sobre este tema, les sugiero echar un ojo a dos ediciones de Moby Dick (Hermann Melville) con diferente tipo de ilustración. Por un lado tenemos la recién editada por Sexto Piso con ilustraciones de Gabriel Pacheco (2014), por otro la editada por Anaya con ilustraciones de Judit Morales y Adrià Gòdia (2003). Aunque las dos son impecables podríamos decir que una es más lúgubre y la otra más luminosa, en una se realza el espíritu aventurero, mientras que en otra el camino tortuoso de la venganza, una es transparente, la otra reflexiva, una muestra y la otra se presta a la interpretación. Seguramente la primera está encaminada al lector juvenil y la segunda al adulto pensador. 
De regalo dos preguntas: ¿Qué sucedería si el adulto leyera la primera y viceversa? ¿Influye el estilo del ilustrador en la impresión final de la lectura?


En el caso de obras clásicas infantiles hay que desviar la mirada hacia la gran pantalla, por ejemplo hacia las adaptaciones animadas de los cuentos clásicos que Disney u otras productoras han llevado y llevarán al celuloide, y de las que tanto hablamos los monstruos en post como este.
Tras visionar estas versiones, el infante, el pequeño lector, no sabe identificar los personajes fuera del contexto del dibujo animado, sino que su subconsciente queda impregnado de numerosas preconcepciones que lo alejan de la obra original, concebida inicialmente para ser leída o escuchada, nunca para ser vista (hay muchos estudios y libros que, como Siete llaves para valorar las historias infantiles hablan de este fenómeno).


Como pequeño experimento les recomiendo comparar varias ediciones de Alicia en el País de las Maravillas. Empiecen leyendo la original (editorial Anaya), sigan con la ilustrada por Arthur Rackham (si no la encuentran, vean algo por internet), la ilustrada por Rebecca Dautremer (editorial Edelvives), la ilustrada por Robert Ingpen (editorial Blume), y terminen con las versiones cinematográficas que Disney o Tim Burton hicieron de este clásico… ¿Es la misma Alicia en todos los casos? ¿Se parece su Alicia a alguna de ellas? ¿Qué tiene su Alicia que no tengan estas?



¿Y por qué no ocurre esto en el Pequeño azul, pequeño amarillo de Lionni, El libro triste de Rosen y Blake o el Pomelo de Badescu y Chaud? Porque sencillamente fueron concebidos como álbumes ilustrados desde los inicios, es decir, el autor o los autores, idearon el producto literario como un todo, de tal manera que, texto e imagen bien engrasados, echaran a correr unidos en pro de un final conjunto: contar una misma historia. 
Por todo ello y en aras de ensalzar el valor que la palabra tiene en una obra literaria que fue creada en lenguaje verbal, yo siempre recomiendo leer el clásico en su versión original y después, cuando hayamos disfrutado de la obra, imaginado sus escenas y construido nuestro propio discurso, explorar el universo de las ediciones ilustradas. De esa manera nuestra experiencia de lectura será única y a la vez múltiple sin sentirnos abocados a otras miradas, subyugados a otras perspectivas, y condicionados por otros discursos. Porque llevándole la contra a la Alicia de Carroll: un libro sin dibujos también sirve para leer. 
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé que decirte, pero es que yo casi siempre no sé qué decir cuando no estoy seguro y menos cuando estoy inseguro.
Ilustración, imágenes; libros, cine?
Todos estamos hechos de lo que vemos, y vimos, y de lo que leemos y leímos.
Yo me hice ilustrador por las imágenes de los libros que leía; Moby Dick, Tom Sawyer, La isla del tesoro...tanto me influyeron las imágenes "imaginadas"al leer como las vistas " al leer" las ilustraciones. Para mí son inseparables. Quién no quedó pasmado ante las imagenes cinematográficas de Nosferatu? Es inseparable la iconografía de el texto literario. Lo que creo es que que ,en el fondo, no nos gustan todas las ilustraciones que vemos.

Dos ejemplos de todo lo contario, dos ejemplos que creo hacen que un buen texto , dos textos magistrales, valgan aún más si cabe: Drácula, ilustrado por Fernando Vicente y los cuentos de Poe, ilustrado por Jesús Gabán.
¿ Hay alguien a quien les sobren estas ilustraciones de sus libros??
Un cordial saludo.
A.G.